06 09 2013
(Por Raúl Zibechi).
La debacle ética siempre antecede a la debacle material. Aunque no
existe una relación mecánica entre ambas, la primera es condición de la
segunda. Para las personas de izquierda la experiencia histórica podría
servir de referencia e inspiración, pero sobre todo como impulso hacia
la coherencia más allá de las conveniencias del momento, que de eso
trata la ética.
Algo
deberíamos haber aprendido de la dramática experiencia del socialismo
real. Quienes nos opusimos en la calle a la invasión de Vietnam a menudo
guardamos silencio ante la invasión a Checoeslovaquia, por la sencilla
razón de que el antimperialismo (estadounidense) nos impedía cuestionar
al expansionismo soviético porque lo consideramos (erróneamente) enemigo
de aquel. Terrible lógica que tuvo trágicas consecuencias.
¿Cuántos
de los que denunciaron vivamente los campos de exterminio nazis
hicieron lo mismo ante los juicios de Moscú y la represión estalinista?
Apenas un puñado, acusados de agentes del enemigo cuando en realidad
eran troskistas y anarquistas, o comunistas disidentes, chivos
expiatorios de una geopolítica del poder dispuesta a sacrificar la ética
en el altar de las conveniencias del momento.
La
justificación ideológica de las deserciones de la ética son las peores
consejeras, porque ensucian las ideas que dicen defender. A tal punto
que conceptos nobles como comunismo o dictadura del proletariado dejaron
de imantar la energía y la imaginación de los oprimidos y las oprimidas
del mundo. Por regla, suelen hacerse concesiones de principios (como se
decía antes cuando no nos atrevíamos a pronunciar el vocablo ética) en
aras de supuestas ventajas tácticas.
Algo
similar está sucediendo en relación a iniciativas de los gobiernos
progresistas. El domingo 1 de setiembre el diario argentino Página 12 publicó un artículo titulado
“Fracking”, en el que defiende la fractura hidráulica porque oponerse
sería tanto como sintonizar con la oposición derechista. Acusa a los que
se oponen a esa técnica de ser ecologistas, a los que define como
“reaccionarios” que antes se opusieron a la megaminería, a los
transgénicos y los agroquímicos.
El
articulista, en un medio que supo ser crítico del poder neoliberal,
señala que se trata de un “pensamiento regresivo” y asegura que “todavía
no aparecieron argumentos convincentes contra los supuestos efectos
contaminantes del fracking”. Va más lejos y postula que “no hay razones
para pensar que el fracking será más riesgoso que otras actividades
extractivas”.
Luego
de despotricar contra los críticos, el articulista detalla la
trascendencia de las conveniencias del momento, ya que las reservas no
convencionales en el sur argentino serían 67 veces las actuales reservas
de gas y once veces las de petróleo. “La magnitud de esta riqueza
parece inconmensurable desde la perspectiva actual y tras la reaparición
del déficit energético externo”. Ese déficit apareció, por cierto,
luego de la desastrosa política privatizadora de Carlos Menem en la
década de 1990.
Sin
embargo, Menem privatizó las empresas estatales, entre ellas YPF que
era una empresa superavitaria, con argumentos muy similares a los que se
esgrimen ahora: miradas de corto plazo asentadas en la “riqueza real”
que se va a obtener. Recordemos que Menem fue el político más popular de
la década de 1990, al punto que fue reelecto con el 49,9% de los votos
en 1995 luego de haber regalado medio país a las multinacionales.
Menem
se convirtió en cadáver político porque en cierto período, hacia fines
de la década en la que gobernó, las conveniencias del momento empezaron a
jugarle en contra. No fue capaz de asumir las consecuencias de sus
decisiones y su prestigio fue enterrado por un ciclo de luchas iniciado
en 1997 que tuvo su clímax en el levantamiento popular del 19 y 20 de
diciembre de 2001, que expulsó de la presidencia a su sucesor Fernando
de la Rua.
Con
el fracking, la megaminería y los monocultivos de soja sucede algo
similar. Durante una década y gracias a los altos precios de las commodities la
economía parece funcionar y hay dinero suficiente para pagar políticas
sociales que aplacan la pobreza sin realizar cambios estructurales.
Pero, ¿pueden los defensores del modelo mirar a la cara a las Madres de
Ituzaingó, que vieron morir a sus hijos por los efectos de los
plaguicidas, y decirles que son víctimas de “un pensamiento regresivo” y
“reaccionario”?
Las
Madres de Ituzaingó, un barrio obrero de la periferia de Córdoba
rodeado de campos de soja, recorrieron el barrio puerta por puerta
cuando empezaron a ver morir a sus hijos y descubrieron que los índices
de cáncer son 41 veces superiores al promedio nacional. Durante años
ningún organismo del Estado acogió sus denuncias. “En
Ituzaingó hay 300 enfermos de cáncer, nacen niños con malformaciones,
el 80 por ciento de los niños tienen agroquímicos en la sangre y el 33
por ciento de las muertes son por tumores”, dijo Sofía Gatica en un
reciente encuentro contra la minería en Buenos Aires, clausurado el
mismo día que Página 12 defendía el fracking.
Con
los años Gatica, en nombre de las Madres, recibió el Premio Goldman,
uno de los galardones más importantes del mundo para luchadores por el
medio ambiente. Los sojeros fueron condenados, la justicia reconoció la
contaminación y el gobierno tomó cartas en el asunto. Entre tanto, un
inmenso dolor atraviesa a las madres del barrio y de muchos otros
pueblos de la Argentina sojera. Las Madres de Ituzaingó no son
ecologistas ni pertenecen a ningún partido de izquierda, ni apoyan a la
derecha ni están contra el gobierno. Es otra lógica, la de la dignidad.
Entre los progresistas de la región se ha impuesto una lógica perversa: medir las cosas según beneficien a la derecha o al gobierno. Ese fue el argumento de algunos politólogos ante las masivas manifestaciones de junio en Brasil. La única brújula para no perderse es la ética. Hoy sus agujas enfilan contra la megaminería y el extractivismo, sin importarles quiénes estén en el gobierno.
Entre los progresistas de la región se ha impuesto una lógica perversa: medir las cosas según beneficien a la derecha o al gobierno. Ese fue el argumento de algunos politólogos ante las masivas manifestaciones de junio en Brasil. La única brújula para no perderse es la ética. Hoy sus agujas enfilan contra la megaminería y el extractivismo, sin importarles quiénes estén en el gobierno.
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